PIES DESENCONTRADOS*
por Yacnedy Leal
A Rosa, mi abuela
Cuando mi abuelo decidió practicar dos oficios
en su vida, nunca sospechó el entramado inimaginable en que se convertirían sus
días. El primer oficio lo escogió por reto espiritual. Era cuidador de lápidas
frías. El segundo, ser captor de almas con un lente. Con esto,
lograba apaciguar el hambre de su joven familia. Ambos oficios le mantenían ocupado en un
pueblo de llaneros recios y de “juetes” de cuero.
Él era un ser impetuoso, obstinado, y de casi dos
metros de estatura. Nacido en
Churuguara, un lugar donde se
rasgaba el agua a tiros. Buscaba paredes
de barro frisadas para rascarse la espalda. Ferviente admirador de imágenes que
le zurraban al oído. Respetaba a los
hombres de palabra y a las mujeres tibias como estufas.
Una tarde de festines de papaya y muchas aves,
salió como otras tantas a la única placita de aquel lugar, a ver si tomaba una
que otra fotografía. Fue allí en medio
del olor penetrante del semeruco, donde unos pies desnudos llamaron su atención.
Momentos antes de aquel fortuito encuentro,
aquella mujer, en cuclillas fregaba pisos
depurando los sudores de otros. En perenne sumisión, con cepillo en mano, única
compañía, única herramienta que la hacía sentir útil y hasta ingenuamente
necesaria.
Pero ahora, al igual que sus pies huérfanos, se
encontraba en medio de la nada, sin cepillo, ni huellas, ni anécdotas por
contar; sólo un carajito que se formaba dentro de sí, dentro de ella y que ya
empezaba a reclamar su existencia por
ser engendrado con violencia.
Mi abuelo, esa tarde usó su poder de
invisibilidad para acercarse y fotografiarla. Inició con sus maltrechos pies. Luego
toda ella: la carne achocolatada y brillante; el ruedo raído de su falda aún
impregnada de jabón; las manos de resolana; las caderas afiladas y el pelo
enmarañado. De pronto se detuvo en sus
ojos. Jamás había fotografiado unos ojos
tan pulcros en una piel tan curtida de miseria.
Así fue detallándola con su cámara, mientras
ella se mantenía sentada en un banquito de la plaza, ocultando sus pies, su
pecado y vergüenza, tratando de recordar
el momento exacto en que el “señorito de la casa” la embistió. Sin embargo, todo era confuso. Su nacimiento, su familia y hasta su memoria. Sólo recordaba que cuando supuestamente
cumplió doce, las Monsalves, unas damas españolas y solteronas la llevaron a la
casona para que se encargara de lo irrelevante. Debía lavar, planchar, almidonar, cocinar a
cambio de un bocado de comida, un catre y una cinta de tul azul para trenzarse
el pelo.
Antes de eso, ella parecía cual página en
blanco. Una vez preguntó por su madre a las señoritas gentiles que la calzaron por primera vez. Ambas se miraron y en total complicidad, una
de ellas le contó una historia extraña.
Le dijo que de vez en cuando la noche paría un bebé y lo dejaba en casas de humanos para que se les formaran
dientes. Ella desde entonces, miraba todos los días el cielo encapotado, abría
la boca y pensaba: “maaama, vení a buscame,
ya tengo dientes”. Pero, la noche
nunca vino por ella. Así que olvidó ese
absurdo cuento, justo con su primer
sangrado menstrual.
Ahora, otro pensamiento se le cruzó por la
mente sobre su origen: “Tal vez, a mi madre también le faltaron los respetos y
por eso me regaló”. Un par de lágrimas
mojaron sus mejillas mientras miraba el firmamento, deseando con fuerza ser
entonces “hija de la noche”.
Trató de pararse de aquel banquito de la plaza,
pero el ruido delator de su estómago no lo permitió, así que permaneció allí,
mientras mi abuelo seguía a pocos pasos adsorbiéndola en su totalidad.
Las guacharacas hacían su escándalo cotidiano.
Era la señal de la última vuelta del heladero a la plaza. Su angustia se agudizó al percatarse que ya no
tenía catre, ni pan. ¿Qué haré ahora?
Pensó. De pronto, cerca del cogote
escuchó una voz de trueno que le decía: “Neeeegra, si se viene conmigo yo le
compro unos zapatos”.
No fue la propuesta la que la paralizó desde
el cogote hasta el alma, sino la voz y la primera caricia que sintió en su
vida.
Él, se le plantó justo frente a ella, la tomó de la mano y con autoridad la levantó del banquito aquel.
Al verse de pie, pudo contemplar aquel hombre empinado, blanco, fornido y con “sombrero
e guama” que le daba un aspecto de dureza y protección.
Perturbada, no sabía qué contestar, hasta que
se topó con el azul de sus ojos masculinos cuando él le dijo: “Entooonces mujer
veniiite pue”. Ella limpió sus manos en
la falda y se las extendió como muestra de aceptación. Él, no le preguntó su nombre ni qué hacía. Mientras caminaban hacia el ranchito que
estaba construyendo, sólo le dijo:”En las tardes saco fotos y en las noches
cuido el sueño de los muertos”.
Siete meses después, en medio de un aguacero y
un dolor infinito, nació Barrabás. Así lo apodó porque según ella, era un”
tripón del mal”. Resignada lo amamantó y lo bañó con agua de cayena, para ver
si se le quitaba la costumbre de patalear en sus brazos. Pero fue imposible. Aquel niño
sería de sus siete hijos, el más gélido y pendenciero.
Como mi abuelo tenía familia con esposa e
hijos, la mantuvo en la clandestinidad.
El negocio de las fotos era bueno y podía darse el lujo de tener dos
mujeres y como no era creyente de Dios, sabía que la teoría del infierno era
falsa; ya que muchas veces sus difuntos
en largas tertulias mientras fumaba su pipa le desmentían tal bobada, así que no le importó entonces, mantener dos vidas. Una,
con Tránsito con la cual tuvo 15 hijos. Ella era una señora callada y muy
católica quien sólo le permitía tocarla vestida y en tiempo de procreación.
Y la otra, mi abuela, la mulata a quien no sólo
le regaló unos zapatos sino una identidad y una casa en la esquina más apetecible
del pueblo.
Rosa Moreno, así se llamó desde entonces. Sus
hijos crecieron con un padre prestado, un sólo apellido y un sólo calzado para
cada uno; pero eso sí, con muchos árboles de mango, guayabas y caña de azúcar. Todos
apretujados, en una casa pequeña con un gran solar donde reinaba la batea de mi
abuela, quien solía poner crucecitas de sal en todos los rincones de la casa
para espantar a las brujas. Decía fervientemente que éstas se empeñaban en hacerle clinejas a las colas de los caballos.
Mi
abuela mantuvo su frescura, su sazón y su cinta de tul azul. De sus hijos, cinco
fueron hembras; les enseñó entonces a
almidonar, lavar en batea y sobre todo a hacer arepitas de anís. Era la forma de comprobar si aún mantenían su
castidad, ya que la mujer que no se le
inflaran las arepas no era virgen. Todas
se turnaban frente al fogón ante los ojos vigilantes de Rosa.
Por su parte, mi abuelo no le discutía ése ni ningún otro
disparate. “Son cosas de enaguas” solía decir.
Así vivieron reajustando sus faenas y sudores
por muchos años, hasta que una mañana de clara de huevo, mi abuelo decidió no volver.
Rosa no pudo ir tras él. No encontró sus zapatos.
Desde entonces lo espera descalza.
* Cuento ganador del II Concurso de Cuentos Antonio Mora - Acirema 2013 patrocinado por el Colegio de Licenciados en Educación - Seccional Táchira