jueves, 14 de mayo de 2015

PIES DESENCONTRADOS DE YACNEDY LEAL - GANADOR DEL II CONCURSO DE CUENTOS ANTONIO MORA - ACIREMA 2014

PIES DESENCONTRADOS*

por  Yacnedy Leal 



A Rosa, mi abuela

Cuando mi abuelo decidió practicar dos oficios en su vida, nunca sospechó el entramado inimaginable en que se convertirían sus días. El primer oficio lo escogió por reto espiritual. Era cuidador de lápidas frías.  El segundo,  ser captor de almas con un lente. Con esto, lograba apaciguar el hambre de su joven familia.  Ambos oficios le mantenían ocupado en un pueblo de llaneros recios y de “juetes” de cuero.
Él era un ser impetuoso, obstinado, y de casi dos metros de estatura. Nacido en  Churuguara, un  lugar donde se rasgaba el agua a tiros.  Buscaba paredes de barro frisadas para rascarse la espalda. Ferviente admirador de imágenes que le zurraban al oído.  Respetaba a los hombres de palabra y a las mujeres tibias como estufas.
Una tarde de festines de papaya y muchas aves, salió como otras tantas a la única placita de aquel lugar, a ver si tomaba una que otra fotografía.  Fue allí en medio del olor penetrante del semeruco, donde unos pies desnudos  llamaron su atención.   
Momentos antes de aquel fortuito encuentro, aquella mujer, en cuclillas  fregaba pisos depurando los sudores de otros. En perenne sumisión, con cepillo en mano, única compañía, única herramienta que la hacía sentir útil y hasta ingenuamente necesaria.
Pero ahora, al igual que sus pies huérfanos, se encontraba en medio de la nada, sin cepillo, ni huellas, ni anécdotas por contar; sólo un carajito que se formaba dentro de sí, dentro de ella y que ya empezaba a reclamar  su existencia por ser engendrado con violencia.
Mi abuelo, esa tarde usó su poder de invisibilidad para acercarse y fotografiarla. Inició con sus maltrechos pies. Luego toda ella: la carne achocolatada y brillante; el ruedo raído de su falda aún impregnada de jabón; las manos de resolana; las caderas afiladas y el pelo enmarañado.  De pronto se detuvo en sus ojos.  Jamás había fotografiado unos ojos tan pulcros en una piel tan curtida de miseria.

Así fue detallándola con su cámara, mientras ella se mantenía sentada en un banquito de la plaza, ocultando sus pies, su pecado y vergüenza,  tratando de recordar el momento exacto en que el “señorito de la casa” la embistió.  Sin embargo, todo era confuso.  Su nacimiento, su familia  y hasta su memoria. Sólo recordaba que cuando supuestamente cumplió doce, las Monsalves, unas damas españolas y solteronas la llevaron a la casona para que se encargara de lo irrelevante.  Debía lavar, planchar, almidonar, cocinar a cambio de un bocado de comida, un catre y una cinta de tul azul para trenzarse el pelo.
Antes de eso, ella parecía cual página en blanco.  Una vez  preguntó por su madre a las señoritas  gentiles que la calzaron por primera vez.  Ambas se miraron y en total complicidad, una de ellas le contó una historia extraña.  Le dijo que de vez en cuando la noche paría un bebé y lo dejaba  en casas de humanos para que se les formaran dientes. Ella desde entonces, miraba todos los días el cielo encapotado, abría la boca y pensaba: “maaama, vení a buscame,  ya tengo dientes”.  Pero, la noche nunca vino por ella.  Así que olvidó ese absurdo cuento,  justo con su primer sangrado menstrual.
Ahora, otro pensamiento se le cruzó por la mente sobre su origen: “Tal vez, a mi madre también le faltaron los respetos y por eso me regaló”.  Un par de lágrimas mojaron sus mejillas mientras miraba el firmamento, deseando con fuerza ser entonces “hija de la noche”.
Trató de pararse de aquel banquito de la plaza, pero el ruido delator de su estómago no lo permitió, así que permaneció allí, mientras mi abuelo seguía a pocos pasos adsorbiéndola en su totalidad.
Las guacharacas hacían su escándalo cotidiano. Era la señal de la última vuelta del heladero a la plaza.  Su angustia se agudizó al percatarse que ya no tenía catre, ni pan. ¿Qué haré ahora?  Pensó.  De pronto, cerca del cogote escuchó una voz de trueno que le decía: “Neeeegra, si se viene conmigo yo le compro unos zapatos”.
No fue la propuesta la que la paralizó desde el cogote hasta el alma, sino la voz y la primera caricia que sintió en su vida.  
Él, se le plantó justo frente a ella, la  tomó de la mano  y con autoridad la levantó del banquito aquel. Al verse de pie, pudo contemplar aquel hombre empinado, blanco, fornido y con “sombrero e guama” que le daba un aspecto de dureza y protección.

Perturbada, no sabía qué contestar, hasta que se topó con el azul de sus ojos masculinos cuando él le dijo: “Entooonces mujer veniiite pue”.  Ella limpió sus manos en la falda y se las extendió como muestra de aceptación.  Él, no le preguntó su nombre ni qué hacía.  Mientras caminaban hacia el ranchito que estaba construyendo, sólo le dijo:”En las tardes saco fotos y en las noches cuido el sueño de los muertos”.
Siete meses después, en medio de un aguacero y un dolor infinito, nació Barrabás. Así lo apodó porque según ella, era un” tripón del mal”. Resignada lo amamantó y lo bañó con agua de cayena, para ver si se le quitaba la costumbre de patalear en sus brazos.  Pero fue imposible.  Aquel niño  sería de sus siete hijos, el más gélido y pendenciero.
Como mi abuelo tenía familia con esposa e hijos, la mantuvo en la clandestinidad.  El negocio de las fotos era bueno y podía darse el lujo de tener dos mujeres y como no era creyente de Dios, sabía que la teoría del infierno era falsa; ya que  muchas veces sus difuntos en largas tertulias mientras fumaba su pipa le desmentían tal bobada, así que  no le importó entonces, mantener dos vidas. Una, con Tránsito con la cual tuvo 15 hijos. Ella era una señora callada y muy católica quien sólo le permitía tocarla  vestida y en tiempo de procreación.
Y la otra, mi abuela, la mulata a quien no sólo le regaló unos zapatos sino una identidad y una casa en la esquina más apetecible del pueblo.
Rosa Moreno, así se llamó desde entonces. Sus hijos crecieron con un padre prestado, un sólo apellido y un sólo calzado para cada uno; pero eso sí, con muchos árboles de mango, guayabas y caña de azúcar. Todos apretujados, en una casa pequeña con un gran solar donde reinaba la batea de mi abuela, quien solía poner crucecitas de sal en todos los rincones de la casa para espantar a las brujas. Decía fervientemente que  éstas se empeñaban en hacerle clinejas a  las colas de los caballos.
 Mi abuela mantuvo su frescura, su sazón y su cinta de tul azul. De sus hijos, cinco fueron hembras; les enseñó  entonces a almidonar, lavar en batea y sobre todo a hacer arepitas de anís.  Era la forma de comprobar si aún mantenían su castidad, ya que  la mujer que no se le inflaran las arepas no era virgen.  Todas se turnaban frente al fogón ante los ojos vigilantes de Rosa.
Por su parte,  mi abuelo no le discutía ése ni ningún otro disparate. “Son cosas de enaguas” solía decir.  


Así vivieron reajustando sus faenas y sudores por muchos años, hasta que una mañana de clara de huevo, mi abuelo decidió no volver.

Rosa no pudo ir tras él.  No encontró sus zapatos.


Desde entonces lo espera descalza.

* Cuento ganador del II Concurso de Cuentos Antonio Mora - Acirema 2013 patrocinado por el Colegio de Licenciados en Educación - Seccional Táchira




LIMBER DE DANIEL PARADA - GANADOR DEL I CONCURSO DE CUENTOS ANTONIO MORA - ACIREMA 2013

LIMBER* 

de Daniel Parada



Neptalí, el hijo del dueño de la finca vecina, tiene un perro; Malabar, su nombre. Su pelambre blanco y largo lo hacen ver más grande de lo que realmente es. Algunas veces se llega hasta nuestra casa y sostiene verdaderas contiendas con los perros de mi padre… Para decir verdad, ya no lo hace; ha impuesto su autoridad sobre los demás perros de la aldea, quienes se limitan a latirle desde los corredores. Confieso que he sentido envidia y he deseado poseer alguno capaz de competir con él. Los obreros afirman que difícilmente haya otro perro en toda la región que lo aventaje en fuerza, en ferocidad y en decisión; pero yo sí sé de uno que puede vencerlo… o, mejor dicho, que podía vencerlo: Límber. Pero Límber murió de hambre y de gusanos encadenado al pie de un matapalo. Apareció un día acompañado de un recibimiento inhóspito de ladridos. Alto, como ninguno. Fuerte, como un toro. Marrón con la cabeza blanca… o mejor, sucio el cuerpo, con la cabeza lavada y los ojos vidriosos de hambre. Sus orejas destilaban un líquido sanguinolento a causa de los gusanos. Husmeaba en todas partes en busca de comida y soportando, quizá era esta su forma de sobrevivir, los palos que Ña Bernarda, la cocinera de la casa, le daba para largarlo; pero, todo fue inútil, ya ésta era su casa y aquí se quedaría a pesar de todo. Le di pan y algunos huesos que sustraje a hurtadillas. Devoraba todo con hambre insaciable. Desde entonces fuimos compañeros inseparables. Me costó mucho trabajo curarle las orejas, infundía temor sus colmillos de un blanco inmaculado y sus ojos encendidos como dos brasas. Con su llegada me convertí en el niño más popular de la aldea, todos los muchachos, hasta los más grandes, sintieron hacia mí un respeto inusitado. Pero esto no duró mucho. Un día, arreando la manada de cabras, una de ellas se descarrió y Límber, solícito, trató de hacerla volver al rebaño, pero recibió una corneada en el vientre que le causó una profunda herida; lo cegó la rabia y de una dentellada en la nuca le produjo en forma inmediata la muerte al caprino. En consecuencia, por orden de mi padre, mi pobre amigo fue encadenado a un horcón de la enramada. En esta situación, lo acometió la tristeza a tal extremo que pasó días enteros echado, con el entrecejo fruncido, sin comer lo poco que yo podía llevarle. Volvió a atacarlo su antiguo mal de gusanos y un zumbido de moscas lo zahería constantemente. Desde la ventana de mi cuarto yo contemplaba su prisión y él me reclamaba por mi indolencia con un silencio inmutable. Pocos días después, la casa se fue llenando de un olor fétido y mi padre, temiendo una epidemia, ordenó envenenarlo en un lugar apartado. Celestino lo conducía amarrado de una cabuya; el perro lo seguía mansamente, ignorando su ineludible destino, trágico, como su vida misma; y yo, tras ellos, con el corazón insostenible, fotografiaba en mi alma cada una de sus acciones: El hombre se detiene al pie de un matapalo, ata a su tronco a Límber, extrae de un talego un pequeño frasco y vierte su contenido en la sopa de carne preparada para ese acometido, se la ofrece al perro, que come el mortal alimento con tal avidez, que recordé el día de su llegada con su cabeza blanca. El regreso fue frío. Yo había presenciado en algunas ocasiones la agonía de perros envenenados. Primero, gemidos lastimeros; después, las convulsiones, la carne brincando desordenada dentro de la piel como obedeciendo a voluntades extrañas; luego la baba, brotando al ritmo de sus estertores y, por último, inmóviles, con los ojos vidriosos fijos en un cielo descaradamente azul. No pude soportar ver a mí perro sufrir esta agonía y regresé detrás de Celestino con el corazón latiendo al pie del matapalo. Esa noche, a pesar de la distancia, pude percibir los aullidos lastimeros, serré la ventana y traté de conciliar el sueño, escondiendo mi vergüenza bajo la humedad de la almohada. Al amanecer, para extrañeza de todos, el perro seguía aullando; algo dio un vuelco en mi pecho y una alegría inmensa me embargó hasta humedecerme los ojos: ¡Límber vivía! Había logrado otra victoria. Había vencido al veneno. Al momento, otra inquietud vino a pulsar las fibras afónicas de mi alma: mi padre enviaría nuevamente a Celestino para deshacerse de Límber. En efecto, dos horas más tarde, vi al obrero cargar la escopeta de doble cañón; salir de la casa rumbo al masaguero, caminando lento, como si un peso lo agobiara, salí tras él sin que lo advirtiera, y seguí cada uno de sus movimientos escondido detrás de la maleza: Apunta con la escopeta fijamente; oigo al perro gruñir desafiante, como si hubiese descubierto las intensiones del hombre y se resistiera a morir sin revelarse; advierto, por el movimiento del cañón, que hacía esfuerzos desesperados por evadir la descarga. Fogonazo y aullido son seguidos por un silencio indefinido; y algo superior a mi voluntad me hace salir de mi escondite y afrontar su muerte. ¡Error fatal! Obrero y perro me fulminaron con sendas miradas saturadas, la de Celestino, de furor, al sentirse descubierto en una acción tan vil; la de Límber, de alegría; con la esperanza revivida en la figura impotente de su amo; el disparo le había vaciado un ojo y sus orejas chorreaban sangre; Pero Límber aún vivía, y con su tragedia cargada de esperanza. El espectáculo me volvió al refugio, y ya no quise saber nada de Celestino, de Límber, ni siquiera de mis sentimientos que se revelaban contra un mundo desconocido e incomprensible. El segundo disparo resonó en mis oídos lejano, ajeno, como proveniente de una comedia recreada en mi consciencia. Celestino me comentó horas más tarde que el perro se desplomó sin vida; pero hasta ocho días después no aparecieron los zamuros, con su vuelo sosegado. Límber, el único perro capaz de vencer a Malaber, murió de hambre y de gusanos, amarrado al pie de un masaguero, mientras que éste prosigue en sus andanzas, campeando sobre una corte servil de perros enclenques.

* Cuento ganador del I Concurso de Cuentos Antonio Mora - Acirema 2013 patrocinado por el Colegio de Licenciados en Educación - Seccional Táchira



BASES DEL CONCURSO DE CUENTOS ANTONIO MORA - ACIREMA 2015 - TACHIRA VENEZUELA


CONCURSO DE CUENTO Antonio Mora ACIREMA 2015

REGLAMENTO:
Condiciones de participación:
1.- Pueden participar en el Concurso de Cuento Antonio Mora – Acirema 2015 los Licenciados en Educación y Pedagogos del país (Venezuela), en cualquier mención, con un único cuento en lengua española y de tema libre. El relato debe ser original e inédito. No puede haber sido presentado en otro concurso pendiente de resolución o cuyo autor tenga cedidos o prometidos a terceros los derechos de edición y/o reproducción.
2.- Los participantes deben presentar su cuento bajo seudónimo. El nombre del ganador no se dará a conocer hasta que el jurado determine el cuento vencedor. En las diferentes etapas de selección los concursantes serán identificados únicamente por su seudónimo para garantizar el anonimato de los participantes.
3.- El premio se rige por la legislación venezolana, país en el que el coordinador del concurso, Colegio de Licenciados en Educación – Seccional Táchira, tiene su sede.
4.- La extensión del cuento deberá ser entre 2 a 5 páginas. Cada página debe tener 25 líneas. El tipo de fuente a utilizar Times New Roman y el tamaño de la letra 12, a doble espacio.
5.- La participación en el premio implica la aceptación sin reservas de este reglamento. El incumplimiento de cualquiera de las condiciones aquí estipuladas implicara la exclusión de la obra. La obra se presentara en 2 sobres, uno con los datos (Nombre y apellido, C.I., Número de celular, dirección de trabajo, Email, nombre de la obra), este primer sobre va sellado y con el seudónimo que lo identifica y nombre de la obra. El segundo sobre contendrá un original y tres copias del cuento participante identificado con su respectivo seudónimo, así como un CD con la obra postulante.

Registro de las obras:
1.- La inscripción y el envío de las obras se realizarán únicamente en la dirección sede del Colegio de Licenciados en Educación de Venezuela – Seccional Táchira: Urbanización Mérida – Avenida Oriental Nº 1 – 44 – Teléfono (0276)3476846 – San Cristóbal – Edo. Táchira.
2.- El registro y envío de las obras deberán contener toda la información solicitada y respetar estas bases, en caso contrario serán descalificadas automáticamente. El correcto envío del cuento será confirmado con un mensaje electrónico. Verifique su carpeta de Spam (Correo no deseado).
3.- El plazo de admisión de las obras vence el 30 de junio del 2015 a las 24 horas GNT.

Selección de las candidaturas y el jurado:
1.- Se constituye un comité de lectura compuesto por especialistas en literatura designados por el Colegio de Licenciados en Educación – Seccional Táchira, quien hará, a través de sus lectores, una selección de los cuentos recibidos. A partir de estas obras, el jurado elegirá al ganador por mayoría simple. La deliberación será secreta.

2.- El jurado estará compuesto por Freddy Durán (Periodista de cultura de Diario La Nación), José Antonio Pulido Zambrano (Escritor tachirense) y, David Colina Gómez (Escritor tachirense).
3.- El jurado dará a conocer su fallo en el Colegio de Licenciados en Educación – Seccional Táchira el 20 de julio de 2015. El premio podrá ser compartido ex – aequo por dos ganadores. Las decisiones del Jurado no podrán ser apeladas. El concurso puede ser declarado desierto.

Aceptación del premio:
1.- El ganador no podrá divulgar el resultado del concurso hasta que confirme por escrito y sin ninguna reserva que acepta el premio. Asimismo, da su consentimiento para participar en acciones de comunicación y promoción de la obra ganadora. Autoriza además a reproducir su imagen, y su obra en acciones de promoción relacionadas con el premio.


Premio: El ganador del Premio de Cuentos Antonio Mora – Acirema 2015 se hará acreedor de 3.000 bolívares.



Los escritores tachirenses Antonio Mora y José Antonio Pulido Zambrano